domingo, 1 de junio de 2014

Palabras pronunciadas en la consagración del “Auditorio Justo Sierra”

Dr. Ignacio Chávez
Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México


Palabras
pronunciadas en la consagración del
“Auditorio Justo Sierra”


[22 de Septiembre de 1962]


Señor Presidente de la República
Señores Secretarios del Estado e invitados de honor
Señor Licenciado Manuel J. Sierra y familiares del Maestro
Señores profesores y alumnos de la Universidad:

El hombre cuya memoria venimos a honrar hoy, a la distancia de cincuenta años de su muerte; el Maestro Justo Sierra, ilustre fundador de la Universidad Nacional, pronunció un día como hoy, el 22 de Septiembre de 1910, las palabras rituales con que nació a la vida nuestra institución. Aún no se apagan los ecos de su discurso memorable, en que trazó la ruta que debemos seguir. Aún tienen validez los consejos y las admoniciones de aquel día. Asombra su clarividencia de conductor iluminado, que le hizo, a través de las incertidumbres del futuro, trazarnos certeramente el camino.
No intentaré hacer su panegírico. Otras voces lo han hecho ya, a nombre de la Universidad, en los distintos actos que hemos organizado para este cincuenta centenario luctuoso. Sólo quiero alzar la mía para decir la honda gratitud con que la Universidad Nacional consagra este auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras a la memoria del Maestro, cuyo nombre llevará en lo futuro.
Era una deuda, una vieja deuda de reconocimiento. Porque fue él quien fundó esta facultad, allá el 1910, con el nombre de Escuela de Altos Estudios, para dar albergue a la pálida “figura de implorante”, la filosofía, que rondaba desde hacía medio siglo los claustros escolares. Él que se declaraba partidario ferviente del positivismo comtiano como método de enseñanza, pero su adversario como doctrina filosófica; él quien fue un poseído de la ambición científica en toda disciplina del conocimiento, pero que le ponía límites a su alcance, porque advertía que la ciencia sólo sirve para navegar “por los litorales de lo conocido”; el Maestro que rindiendo culto a la razón, admitía que las ciencias en sí mismas son una enseñanza filosófica, pero que defendía, al mismo tiempo, los fueros del espíritu, sintió la existencia de un vacío de la educación superior. Por eso hizo rematar la estructura universitaria en una Escuela donde el pensamiento pudiera discurrir, fiera de los hechos tangibles, en la explicación de las grandes cuestiones filosóficas que apasionan o que angustian al hombre. El bronce que lleva su nombre y que va a descubrir dentro de un momento el Primer Magistrado de la Nación, servirá de constancia de esta inquietud espiritual.
Pero no es sólo por eso; no sólo porque fundó esta Universidad y esta Facultad de Filosofía, por lo que venimos a clavar devotamente su nombre en nuestros muros. Es, sobre todo, porque queremos mantener perennemente encendida, frente a todo profesor, frente a todo estudiante de esta casa, igual que se enciende un faro, la virtud de su ejemplo, como una lección salvadora. Evocar sus cincuenta años de estudios, de lucha, de entrega apasionada a su misión. Recordad las dos grandes ambiciones que polarizaron su vida: ofrecer a México educación y justicia. Y los dos grandes impulsos que movieron su alma: el servicio de la patria y el de la humanidad. Y oír, sobre el trasfondo de su sensibilidad poética, en todo lo que dijo, en todo lo que hizo, el clamor angustiado por el destino de su país, como un grito que viene del fondo del pasado y que proyectado hacia delante, se vuelve un grito de esperanza. 
Él fue quien nos legó el consejo, que queremos grabar indeleblemente en todos nosotros, de que una escuela se salva sólo cuando el trabajo diario, en vez de dura tarea, se trueca en emoción; él quien nos dijo que si hemos de educar, “precisa imantar de amor los caracteres” y es de él la tremenda admonición de quien no sepa poner en la tarea educativa toda su alma, es decir, el entusiasmo, la fe, el amor; quien no ponga su espíritu entero en esa obra, “habrá hecho el mal más grave que puede hacérsele a un organismo el plena evolución, acrecentar la corteza y atrofiar la médula”.
Todo eso es lo que queremos mantener siempre vivo en la conciencia universitaria. Que su mensaje y su ejemplo nos fortifiquen. Por fortuna, al cabo de cincuenta y dos años, la Universidad que él fundó sigue fiel a su destino; leal a sí misma, en superación científica sostenida, como él quería; leal a su pueblo, como él mandó, hermanando los dos grandes deberes que plasmó en su escudo: el amor de la ciencia y de la patria como fuentes de salud del pueblo.
Señores Universitarios:

Las generaciones que rinden este homenaje, mañana habrán pasado, pero el bronce queda. Queremos que a su vista, mañana y en el futuro distante, todo universitario mexicano, a la pregunta de un viajero que inquiera sobre el Maestro, pueda responder con la frase lapidaria de Altamirano: “Su nombre  para mí es ‘gloria’; para el mundo, Justo Sierra.”






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